Dos chicos en el metro (y lo que mi mente hizo con eso)
Una historia sobre miradas, prejuicios y voces interiores
TIEMPO EN PENSAMIENTO: apenas un rato, es un texto que se ha escrito a sí mismo partiendo de una escena insignificante que recordé de un viaje cualquiera.
TIEMPO DE ESCRITURA: unas horas de bloqueo ante la pantalla y un par más de escritura.
TIEMPO DE LECTURA: entre 4 y 5 minutos.
TIEMPO DE REFLEXIÓN: no sé, dímelo tú.
Hay dos chicos mirándose muy cerca que me tienen cautivada. No se tocan, aunque tampoco se sueltan. ¿Sabes a lo que me refiero verdad? No necesitan el contacto físico para demostrar lo que sienten. Sostienen ese tipo de conexión que no necesita palabras para ser entendida. Esa chispa que te hace detenerte y comprobar dos veces si es real lo que están viendo o te lo estás inventando.
Somos muchas las personas espectadoras. De diferente edad, género y condición social. ¿Qué verán ellas? ¿Estarán pensando lo mismo que yo? Temo que me descubran observadora y se imaginen lo que no es.
«¿Lo que no es?», aparece la vocecita interior.
La costumbre y la normalidad aprendida hablan por mí. No quiero que piensen que los miro por ser hombres. Tampoco quiero que piensen que soy una cotilla.
«Chica, resulta inevitable», me interrumpe.
Y continúa:
«La gente puede pensar cualquier cosa y ‘esa cosa’ nunca va a depender de ti, tu poder no es tan grande. Lo que digas, hagas, enseñes o quieras pretender es insignificante en comparación con la mochila que cada quien trae de casa. La gente pensará una u otra cosa según su parcela de realidad les permita. Y con parcela de realidad me refiero a sus creencias, sus costumbres, su educación, su cultura, su día… ¡y hasta sus hormonas!».
Yo quiero que piensen que me han alegrado el día, que me ha gustado encontrar un rayito de amor. Incluso, que me cambiaría por ellos en este preciso momento. Esa complicidad, esa naturalidad… Eso quiero que piensen.
«Y, ¿para qué quieres que piensen eso exactamente? ¿Te van a dar algún reconocimiento si descubren tus buenas intenciones? ¿Te hace mejor persona?».
Noto el rubor en mis mejillas, como si alguien que no fuera yo misma me hubiera pillado cometiendo un delito. Un pequeño hurto, nada de grandes maldades. Como aquella vez siendo aún muy niña cuando mi prima descubrió que había mentido y me había comido sus cacahuetes y no su hermano como yo había asegurado.
Lanza una pregunta incómoda más: «Y, ¿qué pasaría si piensan que los miras porque son gays?».
Por favor, por favor, por favor, por favor… ¡yo no soy homófoba!
«¿Quién ha dicho que lo seas? ¿Ves como son tus creencias y tus miedos son los que construyen tu realidad? Que alguien piense que los mires porque son gays no es automáticamente algo negativo. También podrían pensar que es positivo porque te alegras. O insignificante. La realidad es que no importa».
Pues eso, me da igual. Me parece bien.
«¿Y quién ha dicho que no lo esté?».
¡Bufffffff! El mundo entero durante siglos y siglos se ha encargado de decir que no es natural. «Y, ¿qué es natural exactamente?», incide.
Lo normal, original, sin mezcla, esperable, biológico, sencillo, puro…
«Para, para, para», exclama. Parece alterada y, la verdad, yo también lo estoy cada vez más.
«Suelta el diccionario. Tú y yo entendemos que la normalidad es la costumbre y cada quién con las suyas, ¿no?».
Sí, estamos de acuerdo.
Parece que los chicos se bajan ya. Cojo aire profundamente y miro mi reflejo en el cristal. Espero que la vocecita me deje un poco tranquila.
Mi gozo en un pozo: «Mira las chicas que acaban de entrar», me avisa.
Dos jóvenes aparecen a mi izquierda. Una de ellas tiene el pelo morado. Muy muy morado. Automáticamente miro sus manos, ¿tendrán restos de tinte? Su toalla seguro que sí. La fantasía deja rastro. Observo sus uñas: están pintadas de negro. ¡Las orejas! Seguro que ahí sí encuentro alguna prueba. Nuestros actos no pasan desapercibidos y menos un tinte así.
«Y aquí sigues, observando todo a tu alrededor y juzgándolo».
Esa otra yo que se cuela en mis pensamientos, en los textos, en mitad de un concierto, en las peleas y hasta en los orgasmos. Quizás es hora de ponerle nombre. Quizás es hora de incluirla como personaje antagonista. Quizás…
Sí, sí, sí… ¿Por qué no? Si ella dirige los hilos y somos dos viviendo en este cuerpo hagamos las presentaciones.
Redoble de tambores, por favor: te presento a la única, la inigualable, la auténtica Quisquilla. Anteriormente conocida como puntillitas o doña jueza, Quisquilla aparece para cuestionar, para darle la vuelta al calcetín y para que deje de dar por hecho.
«Déjate de presentaciones y bájate que te vas a pasar tu parada».
Pido perdón y permiso para salir corriendo y mientras subo por las escaleras me pregunto qué pensarán otros pasajeros de mí. ¿Habré sido también objeto de distracción, entretenimiento, reflexión? Quizás Quisquilla tiene razón y lo que importa no son los prejuicios o pensamientos, imposibles de eliminar, sino lo que hacemos con ellos.