Hace unos meses murió alguien que creía inmortal. Me había preparado para aquel momento varias veces y, aún así, ¿qué tendrá la muerte que aún esperándola llega cuando menos te la esperas?
Entonces, aparecieron la incredulidad, el presente más inmediato y, por supuesto, la rendición.
También aparecieron “Las gratitudes”.
Michka se queda callada unos instantes. Luego me mira fijamente a los ojos y dice:
—No se arreglará, ¿verdad?
—¿El qué?
—Todo esto. Lo que se va, lo que se esfuga a toda velocidad. ¿No se arreglará?
—Trabajaremos juntos para que se arregle, Michka, siempre que estés dispuesta.
—Ya, pero… ¿la verdad sea dicha?
Dudo un segundo antes de responder.
—Podemos ralentizarlo, pero no podemos detenerlo.
Alguien te da la noticia y tú… la encajas.
Metí en una maleta tres camisetas, cuatro bragas, un pantalón, un vestido, dos faldas, tres pares de calcetines, un conjunto de deporte, un libro, el portátil y todos los cargadores que permiten la recarga energética que creemos infinita.
Como si siempre pudiéramos recurrir a un enchufe y volver al 100%.
Delphine de Vigan escribe sobre el desgaste. ¿Cómo es saber que a tu batería apenas le queda una rayita de vida? Escribe sobre desaparecer. Sin artificios.
No es el libro más original del mundo, entendiendo el adjetivo como sinónimo de novedad. Es, sencillamente, verdad. Cuenta esa realidad aplastante que traen el deterioro y el envejecimiento. Aunque lo hace de una manera muy sutil. Con otras historias paralelas, como la vida misma, donde todo pasa a la vez. Aquí y allá… Muy muy muy sutil.
Michka, la protagonista, padece afasia, un deterioro que afecta a la capacidad lingüística. Busca palabras que no encuentra. No lee libros porque la vista no le alcanza y los que tienen la letra grande no le gustan: «Son para viejos». Quiere cerrar cuentas pendientes y dar las gracias antes de morir.
Avance, deterioro, resistencia. Y una oportunidad más, por favor.
Eso es lo que te espera, Michka: pasos cortos, cantidades pequeñas, meriendas frugales, salidas breves, visitas rápidas. Una vida reducida, menguada, pero perfectamente ordenada.
No estamos preparadas para la irreversibilidad, tan infalible y alarmante. Así que, hacemos lo que podemos.
Llevaba apenas media hora dormida cuando el timbre de casa sonó insistentemente. «Es ella, es ella», pensé. La confirmación llegó trece escalones y nueve pasos después.
Nos organizamos y subí a hacer la maleta. Entonces, no pensaba en el viaje, cuánto tiempo estaría fuera o qué necesitaría. Pensaba en las plantas.
Morirán. Pobres plantas. Morirán. Morirán. ¿Quién las va a regar ahora? Morirán. Morirán. Morirán. Como la duda de «cuándo pasará» y la esperanza por «un día más». También muertas.
Hay un sinfín de palabras convencionales, afectadas, que usamos en estos casos.
Para consolar a los demás. Para intentar aliviar su pena. Y de paso la nuestra.
«Hiciste todo lo que pudiste», «Fuiste muy importante para ella», «Suerte que estabas ahí», «Te quería tanto», «Hablaba de ti muy a menudo».
Nadie se atreverá a llevarnos la contraria.
Viajamos toda la noche y nos despedimos durante todo el día de ella. Cada persona a su manera. Fuimos un poco como Jérôme y Marie, sujetos literarios de Las gratitudes, que compartieron palabras de consuelo, agradecimiento y canapés.
Y, como personajes de un libro, me gusta pensar que todas seguimos vivas de alguna manera.
Esta publicación fue pensada y escrita antes de la catástrofe vivida en Valencia. La muerte por envejecimiento no tiene nada que ver con la muerte por un acontecimiento así. Aún así, he dudado sobre si publicar o no este texto. ¿Procede, no procede? Yo solo espero que cada cuál encuentre el refugio que necesite. El mío es este, las letras.